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Por Mariano Obarrio
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El mundo no será igual a lo que era. La pandemia del coronavirus demostró por el peso de la realidad que la libertad no es absoluta. Y que debemos resignar parte de ella para cuidar todas las vidas. Siempre la libertad tuvo el límite de la responsabilidad, del respeto al derecho del otro, y cuando estas barreras fallan, ahí está la autoridad, la ley, para poner orden. Ese es el apego al Estado de derecho.
Es mentira que ser “moderno” o “cool” implica dejarse llevar por el relativismo de exaltar las libertades y los derechos propios y desconocer las obligaciones. Y pisotear las libertades y los derechos ajenos. Hoy quienes lo hacen sufren las denuncias por violar el Código Penal (arts 202, 205 y 239). Lo contrario sería la Ley de la Selva: el más fuerte prevalece sobre el más débil e indefenso. El Estado de derecho protege a todos.
El derecho a la vida es absoluto y es de todos. Y debemos aceptar, por la fuerza de los hechos, los límites del derecho a la la libertad, que no es un derecho absoluto cuando está en juego uno superior: la vida. Con tu persona no podes hacer lo que quieras en nombre de una supuesta libertad porque está de por medio la vida de otra persona.
Precisamente todos los esfuerzos del Gobierno y de la sociedad están puestos en aplanar la pandemia en la Argentina para que el sistema de salud no se sature y para que no llegue al punto de obligar a los médicos a elegir quien salva su vida y quién no. Cuando se trata de cuidar la vida, no se puede discriminar entre unas u otras. Todas tienen el mismo derecho.
Si el Gobierno permitiera la libertad absoluta para que todos circuláramos, en un momento como el actual, garantizaría la libertad plena de las personas, pero no sus vidas. El Presidente, con razón, ha dicho que ha decidido privilegiar la vida. Y entre la vida y la libertad, el Gobierno y todos comprendimos que debemos resignar algo de libertad para cuidar todas las vidas. Esa es la enseñanza crucial de esta pandemia.