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Por Analía Forti
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Quien calla, grita y otorga. Sin lugar a dudas que sí. Quien calla otorga como mínimo una posibilidad: la de avanzar por sobre su silencio. Pero quien calla no solo otorga esa posibilidad sino que callando grita: porque callar es gritar evitación. Callar implica silenciar nuestro ser y en ese silencio tendemos un puente de plata para que se cruce del otro lado de nuestra convicción, de nuestro derecho, de nuestro deseo, de nuestra necesidad, de nuestras creencias, de nuestro sentir.
Las expresiones del callar son innumerables y cotidianas: “Le hubiera dicho tal y cual pero me callé” ¿Para qué callaste? Para evitar algo. “Era para decirle esto y aquello pero no le dije nada”. ¿Para qué no le dijiste nada? Para evitar algo. “Me tuve que morder la lengua para no decirle lo que le quería decir”. ¿Qué hubiera pasado si no mordías tu lengua?
“Si dijera lo que tengo para decir…” ¿Qué sucedería? Callar es gritar evitación de aquello que sucede interiormente aunque se obture el sentir en un silencio absolutorio que evita en el afuera pero no en el adentro. Callar es imponerse pena de reclusión verbal y prisión preventiva de palabras, a fin de evitar el conflicto, la confrontación, el enojo, el malestar, la ofensa o la quita de afecto de aquél ante quien evito expresar, decir, hablar. Callar es silenciarme y argumentar en favor de mi silencio como un acto de mi libre decisión y voluntad no es más que justificar la evitación. ¿Para qué elijo callar? Para evitar algo. Siempre. Callar es evitar.